Llegados a este punto, poco o nada importa la posición social, el dinero, los bienes… pues, realmente, el hombre, al atravesar las puertas del Averno, se despoja de lo material y sólo puede llevar consigo las experiencias vividas y, evidentemente, lo más importante, el amor dado y recibido.
Cuando Ivan Ilichse encuentra impedido para seguir con su parafernalia y teatro habitual, se topa de bruces con una vida vacía, porque lo que su corazón anhela, y él no ha sabido llenar, es su ámbito emocional profundo.
Sumido en la superficialidad, perdió el norte y se olvidó del amor hacia su familia, hacia su profesión, hacia sus pasiones…
De pequeña siempre soñé con ir a la universidad y encontrar en ella una vocación, es decir, una pasión por un oficio, una misión en la vida. Como no fue así, y el tedio y la incomodidad de mi actividad académica cada día eran más pesados e hirientes, me di cuenta de que no se puede forzar al destino, que no se puede crear amor de la nada y que, si se intenta, se fracasa estrepitosamente.
En las dos novelas de Tolstoi en las que hemos trabajado hasta ahora -"La sonata a Kreutzer" y esta- los protagonistas no aman a sus mujeres, sin embargo, contraen matrimonio con ellas y, como ni el amor ni la pasión pueden generarse de manera artificial, se convierten ellos y sus esposas en seres tremendamente desgraciados; que es la única posibilidad en la que puede desembocar una vida sin emociones positivas.
Liev Tolstoi. |
Y es que son el amor y la conciencia limpia y objetiva las únicas leyes que deben regir nuestro día a día; ni las normas legales, ni las sociales, ni siquiera las familiares. Pese a ello, y pese a ser una máxima conocida por todos, no se tiene en cuenta; lo que genera una falta de filantropía tangible hacia los demás y hacia uno mismo, provocando la mayor parte de las miserias y catástrofes que sacuden cada minuto al mundo.
Para el protagonista, su aliento de vida es el dinero. Escala puestos sociales en una busca desesperada por tener la suficiente calderilla para aparentar ser feliz y provocar envidias ¿Qué puedo decir de esto, sino que me da pena? Y me da pena porque son muchos lo que obran igual -a lo mejor, incluso, yo misma- gente de alma pobre que pobre vive, pobre ama y pobre muere.
Cuando se ve tan desvalido por la enfermedad, cuando más puro se muestra, cuando ya no le quedan fuerzas para seguir fingiendo, le irrita la gran mentira en la que viven los demás. No puede soportarla, el hombre vuelve a sus orígenes y necesita humanidad.
Las personas, en la inercia de la rutina, tendemos a olvidarnos de lo dañino que está ocurriendo, de aquello que nos resulta feo o insufrible; así, cerramos los ojos a los niños que gritan desgarrados por el hambre al borde de la muerte, lejos, muy lejos, de nuestros hogares calentitos donde cada día disfrutamos, malgastamos y derrochamos comida; así, cerramos los ojos a la suciedad del mundo que hará que se resquebraje nuestra propia vida y la de nuestros hijos ¿pero, qué más da? ¿qué más da que la Tierra se haya convertido en un enorme vertedero, si los cien metros de mi casa no tienen polvo y están perfectamente ordenados? ¿qué más da si soy un cerdo de puertas para fuera, si ante las visitas puedo aparentar ser la pulcritud personificada?; así, cerramos los ojos a todo aquello que nos hace despertar de la mentira que hemos creado para vivir (o malvivir). El protagonista se da cuenta de que su enfermedad no encaja dentro de la rutina de sus supuestos seres queridos, y se lamenta diciendo que “veía que nadie se compadecía de él, porque nadie quería siquiera hacerse cargo de su situación”. Y es que cerrando los ojos creamos la ilusión de que eludimos la responsabilidad, “si parece que no me he dado cuenta, nadie podrá culparme”, pero la culpabilidad no es algo que nadie pueda reprocharle a otro, la culpabilidad pesa en la conciencia del hombre mínimamente digno que la tiene; esto le ocurre al protagonista, su vida vacía le pesa en el alma cuando menos vigor posee para sostenerla.
En su agonía, nuestro funcionario recuerda su niñez y como, poco a poco, se fue contaminando esa inocencia y esas ganas de vivir con mayúsculas ¿Qué sería de nosotros si mantuviésemos los sueños y las alegrías de la infancia? ¿Seríamos más felices? ¿más humanos, quizás?
Otro tema que se aborda, aunque más levemente, es esa necesidad de este hombre de aparentar el nivel de vida que se supone que debe tener. Esto ocurre y mucho, todos lo sabemos ¿pero, es que acaso queda otra opción? En primer lugar, de pequeño te enseñan a tener deseos y caprichos materiales de manera que poco a poco se va vinculando tu felicidad superficial a la posesión y, como consecuencia, de mayor hay que hacer un gran ejercicio de examen de conciencia para separar lo importante de lo superfluo.
Me hace mucha gracia cuando escucho, como causa de la crisis, eso de que “el ciudadano ha vivido por encima de sus posibilidades, que no todo el mundo puede tener una televisión de plasma, una casa en propiedad o tal o cual coche”. Me hace gracia, porque en una sociedad, supuestamente igualitaria, como en la que vivimos, si la clase media no pudiese acceder a estas cosas, las grandes empresas no serían grandes y quienes dicen estas barbaridades no estarían en posición de decirlo. La clase media es, por suerte, la mayoría, y es la que mantiene en movimiento la economía real, ya que el porcentaje de grandes fortunas es muy pequeño y ellas no podrían, aunque quisieran, soportar el peso del sistema como lo hace el ciudadano medio.
Con esto no quiero decir que la gente deba gastar más dinero del que tiene, pero sí que el sistema económico está diseñado para ello. Por ejemplo, Zara produce ropa que no dura más de un año si se utiliza habitualmente, sin embargo, un jersey puede costar unos treinta euros, es decir, unas cinco mil pesetas, en otras palabras, lo que podría ser perfectamente más de media jornada de cualquier trabajador. Zara no fabrica para las hijas de la Preysler, lo hace para los hijos del obrero, obligándole a que pague un precio indebido por un producto con una fecha de caducidad muy corta. De hecho, si Inditex produjera artículos de lujo, Amancio Ortega tendría mucho menos dinero; en la lista de los hombres más ricos del mundo no están Hannibal Laguna ni John Galiano, pese a ser referentes internacionales, y, el segundo... ¿Sabéis quién es? sí, Don Amancio.
¡Éste es el mío! |
Así que, en vez de tanta reprimenda absurda, lo que habría que hacer es un real examen de conciencia, como ya he dicho, y, por supuesto, evaluar los criterios y el sistema de valores de los que nos hemos servidos, para inculcarles a nuestros hijos otro completamente distinto y que, de una vez por todas, existan sobre la faz de la Tierra, ciudadanos -con todo el peso que esa palabra conlleva- libres, responsables y críticos.
En síntesis, hay que vivir, pero no por defecto como lo hacemos, sino vivir en contacto con nuestra propia y natural humanidad. Tenemos que preguntarnos qué nos hace felices y que cada paso que demos vaya encaminado a conseguir esa respuesta. Nadie va a hacerlo por vosotros, y si no lo hacéis entrenad vuestra fortaleza, porque, entonces, cuando flaquee el castillo de arena en el que halláis posado vuestras ilusiones, nada podrá sosteneros. Vivid libres, orgullosos y llenos, para que, llegada vuestra hora, os podáis ir con la satisfacción de que vuestra vida ha merecido la pena ser vivida.
Espero que esta reflexión os haya gustado y haya despertado interés por esta historia. Mi ejemplar yo lo adquirí en mi librería de siempre, Teseo, por diez euros. Aquí os dejo el enlace de La casa del libro, en la que lo podéis adquirir por el mismo precio: http://www.casadellibro.com/libro-la-muerte-de-ivan-ilich--hadyi-murad/9788420674339/1824765
Muchas gracias y hasta la próxima.
¿Quién no conoce a un Ivan Ilich?
ResponderEliminarPor desgracia todo el mundo que conozco es un poco Ivan Ilich.
ResponderEliminarCabalguemos libres, amiga, es lo único que puede, algún día, hacernos felices.