El pasado 24 de
abril, alrededor de quinientas familias bangladesís fueron destrozadas para
siempre tras el derrumbe de la fábrica en la que alguno de sus miembros se
encontraba.
Cuando leí la
noticia y descubrí que estaban trabajando en un edificio en malas condiciones y
que, para más inri, lo hacían para empresas europeas como Mango, el Corte
Inglés o Primark
entre otras que yo no conocía -pero que voy a nombrar igual- como la
canadiense Loblaw y la danesa Group PWT, cada célula de mi cuerpo hirvió
de indignación.
“Tengo que escribir
sobre esto” pensé. “Estas cosas no pueden ocurrir. No compraré más ropa hecha
en el tercer mundo. No pueden hacerles eso. Comprando, se lo estoy haciendo yo”
me repetía. Pero, francamente, después de haberlo reflexionado durante unos
días y ahora que me encuentro frente al blanco impoluto de la pantalla, no sé
qué decir. Nunca se sabe qué decir ante la muerte.
Podría deciros que
es una auténtica vergüenza que empresas de países desarrollados no exijan a sus
subcontratas que sus trabajadores reciban el mismo trato y la misma protección
que nosotros defendemos en nuestro país. Podría decirlo y tendría razón.
Podría deciros que
es aberrante que existan individuos, con la misma educación y cultura que hemos
recibido nosotros, que conocen estas situaciones y que no las hayan denunciado o
que las hayan consentido sin hacer nada para remediarlas; que ellos, y nosotros, compradores, que no miramos las etiquetas ni nos aseguramos de que las empresas tengan un código de conducta ético, somos los responsables
directos del sufrimiento que nuestra complacencia provoca. Podría… y tendría razón.
Podría deciros que
no entiendo por qué salen todavía en el telediario asuntos del fatídico día 15
en el que fue el atentado de Boston, y tan solo se le ha dedicado a este suceso
cinco minutos en dos días; que hay una doble moral; que el valor de la vida de
una persona depende directamente de su nacionalidad…. Podría deciros todas
estas cosas y tendría razón.
Pero he pensado que
recrearme en estas ideas no aportaba nada nuevo. Vosotros, yo también, sabemos
que la parte bonita del capitalismo se acrecienta mientras nuestro día a día
pisa a los más pobres.
Son miles de
muertes, sufrimientos infinitos los que cuestan nuestra parte bonita del mundo
¿Realmente merece tanto esfuerzo? ¿Me compensa un vestido, un bolso, un coche…
sabiendo lo que conlleva? ¿Hay alguna alternativa a esta vorágine de dolor que
nuestro estilo de vida impulsa?
Ante la muerte de
quinientas personas, yo, hoy, no puedo decir nada que importe. Nada. Me quedo
muda. Muda, impotente, mirando sin reaccionar el desastre.
Caminemos hacia el comercio justo. Os dejo la página de la Coordinadora estatal de comercio justo. Aquí podréis encontrar establecimientos cercanos responsables que intentan que la situación de esta gente tan desfavorecida mejore. Otra economía, más favorable a todos, es posible.
Muchas gracias.
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