La cultura ha sido considerada durante muchos años como una de las características diferenciadoras del hombre frente al resto de los seres vivos. Según Kottac, “las culturas son tradiciones y costumbres transmitidas mediante el aprendizaje, que forman y guían las creencias y el comportamiento de las personas expuestas a ellas”. En ocasiones, solo somos capaces de observar las diferentes culturas al contraponerlas a otras y es en este punto donde cobra protagonismo la antropología.
Por ello, al ser la cultura una fuerza ambiental que influye notablemente en el desarrollo de la personalidad del individuo y, como consecuencia, en su concepción y perspectiva del mundo, podemos decir que la visión transversal de las culturas que nos ofrece esta disciplina es
indispensable para comprender a nuestros semejantes.
Además, la enculturación provoca que ciertos sistemas de valores sean
interiorizados y que los distintos miembros de una determinada comunidad tengan
una manera similar de percibir la realidad. Por ejemplo, los inmigrantes
argentinos que deciden trasladarse a la península cuentan con muchas más
facilidades para formar parte de la sociedad española que una persona que no lo
es. Ambos comparten idioma, por lo que la manera de expresarse es la misma o
muy parecida; también tienen la misma tradición religiosa, sean o no creyentes,
lo que dará lugar a que juzguen algunos actos o conductas desde un mismo punto
de vista; y, para más inri, la cultura argentina es fruto de la fusión de la
sociedad nativa del s. XVI y de la española de entonces, y estuvo bajo dominio
español desde aquel momento hasta el 1820. Por estos motivos, la presencia de
estas personas en nuestro país prácticamente pasa desapercibida, se convierten
en uno más, su estancia se acepta con “normalidad”.
La integración es más complicada cuando entran en juego otras
civilizaciones con las que tenemos menos conexiones, como la china. En ese país
la carne de perro es cara y se le atribuyen propiedades beneficiosas. En
cambio, en occidente los canes son animales de compañía y, cada vez más,
auténticos miembros de la familia. Derivado directamente de esta sensibilidad
hacia el animal, se encuentra el rechazo del ciudadano de a pie a esta
costumbre gastronómica de la milenaria cultura asiática.
En el texto “Shakespeare en la selva” de Laura Bohannan, la antropóloga
intenta explicar la historia de Hamlet a la tribu africana Tiv. Pese a la
dificultades de la traducción, consigue transmitir la esencia de la obra, sin
embargo, ciertas partes que cualquier occidental daría por sentadas, como la
mala conducta del tío de Hamlet al casarse inmediatamente con la viuda de su
hermano, para los nativos resultaban de lo más normal. Es más, ellos consideraban
que Claudio había cumplido con su deber al haber obrado de aquella manera, ya
que, según sus costumbres, es obligación del hermano menor hacerse responsable
de las esposas y de los hijos del mayor cuando este fallezca.
El caso es que, si de primeras nos dijesen que hemos de casarnos con el
hermano de nuestro marido para que se ocupase de nosotras y de nuestra familia,
pensaríamos que nuestros interlocutores están locos; que una mujer puede
valerse por sí misma y que no tiene por qué reemplazar a su compañero hasta que
vuelva a enamorarse. No obstante, si viviésemos en una sociedad en la que las
únicas maneras de conseguir alimento son la caza, la agricultura y la ganadería
y que a dichas actividades no pueden acceder las mujeres, quizá no nos parezca
tan descabellada la primera idea, pues esa exigencia se convertiría en un
seguro de vida para la enlutada y su prole. En otras palabras, dicha conducta
en determinadas circunstancias la concebiríamos como “aceptable”.
Las tradiciones islámicas suelen ser tildadas de machistas, y una mujer
como yo no podría decir otra cosa: tengo veintitrés años, mi familia es de
clase media, estoy cursando estudios superiores y vivo en una época en la que
las féminas llevan años reivindicando la propiedad de su cuerpo, por ello me es
muy difícil comprender que una mujer oculte voluntariamente su ser tras un
burka.
Cuando la vida me puso en contacto con unos amigos de Arabia Saudí en un
corto periodo en el extranjero, la curiosidad me pudo, intenté indagar y pregunté
que por qué debían sus mujeres ir tapadas. Uno de los chicos, el cual llevaba
tres años residiendo fuera de su país natal, estudiaba una ingeniería y cuya exnovia era una irlandesa rubia
espectacular y católica, me dijo que a ellos les enseñan que la mujer es un
tesoro que hay que proteger y resguardar. Como no lo entendía, intentó ponerme
una metáfora y me explicó así: “por ejemplo, si uno tiene varios bombones entre
los que puede elegir, tomará aquel que esté bien envuelto, porque será menos
probable que otras personas lo hayan tocado o que se haya caído al suelo”.
Evidentemente, aunque no puedo compartir esa opinión porque una mujer no puede
compararse con otra cosa distinta a un ser humano, me hizo comprender su manera
de ver las cosas. Escuchar con la mente abierta y siendo conscientes de que
nuestra forma de vida no es la única posible, ni siquiera la mejor, nos hace
empatizar y evitar reacciones tan primarias como la violencia, la ira o el
miedo. Esta anécdota claramente no es ciencia, ¿pero si unas conversaciones
entre personas radicalmente distintas, con formas de vida contrapuestas, pueden
conseguir acercamiento entre las mismas, qué no podríamos conseguir dotando del
valor que precisa a la antropología?
Los sofistas consideraban que el concepto de “lo justo” dependía de la
ciudad en la que se encontraran. En un sistema en el que la herencia se
transmitiese por línea paterna, no sería justo que, si la mujer tuviese varios
amantes, las propiedades del marido fueran a parar al hijo de otro hombre, por
ello en sociedades como la nuestra estaba mal visto, e incluso penado, el
adulterio femenino o la poligamia simultánea. No obstante, en civilizaciones
matriarcales esta injusticia desaparece, pues, sea quien sea el padre, no hay
margen de error en la línea materna. Sin embargo, no todo es tan variable. Hay
aspectos en los que la mayoría de las culturas, sino todas, coinciden; como en ver
el mal cuando se daña al prójimo de manera injustificada. En otras palabras, sí
hay constantes ideológicas, sí hay unos principios muy básicos que cualquier
ser humano reconoce y sea cual sea el sistema que no los respete, será juzgado
por el resto en su contra.
Un ejemplo de esto es el reproche a la actitud de la sociedad nazi ante
la barbarie cometida a los judíos. Intentando calzar los zapatos del ciudadano
alemán podemos entender que los alemanes respetaran la ley y que tuviesen miedo
de las represalias si no hacían lo que se les ordenaba, ¿pero hasta un cierto
punto, no?
En fin, resumiendo. Que la antropología nos permita conocer desde dentro
los cimientos y la manera de pensar de los miembros de otras sociedades
favorece la empatía, ya que, el hacernos comprender los motivos de sus
actuaciones, sus creencias, sus prejuicios… aumentará nuestra capacidad para situarnos
en el lugar de nuestros vecinos y nos advertirá de que aquello que consideramos
como “normal” o, incluso, “bueno”, es, la mayor parte de las veces,
completamente circunstancial y directamente dependiente del lugar, la familia o
el tiempo al que pertenezcamos.
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