La revolución cultural de 1968 supuso un punto y seguido muy particular para la historia y la naturaleza del arte. Hasta ese momento, los artistas daban a luz a las obras, y estas, de manera inmediata, eran arte en sí mismas. En palabras de Gombrich, “no existe el arte, tan solo hay artistas”. Aunque esto, evidentemente, no es del todo exacto, salvo que el desconocer al artista no sea impedimento para calificar como tal sus creaciones. No hay ningún problema en citar ejemplos de reconocido valor y de procedencia ignota como el Poema del Mio Cid, El Lazarillo de Tormes, Nuestra Señora de Belén de Perú o muchas otras que tantos muros sagrados cobijan.
Esa ruptura que se produjo entonces con el sentimiento imperante del arte tuvo su origen en un cambio de roles que explicaré unas líneas más abajo. A lo largo de la historia, incontables pensadores y profesionales del arte han tratado de dar una definición de él, no obstante, no existe una que podamos tomar como universal. Pese a esto, considero que sí nos encontramos en condiciones de afirmar sin equivocarnos que absolutamente todas las manifestaciones artísticas provocan en su receptor uno o varios sentimientos, ideas o reflexiones. Empero, hasta aquel mayo mítico, el punto de mira no se detuvo en el destinatario.
A partir de aquel histórico instante, el autor va a “interactuar” con
quien admira su obra, y es precisamente de dicha “interactuación” de la que va
a surgir la misma. Es decir, el autor cede su protagonismo en pos del receptor
que se convierte en una parte activa de la creación.
Aurora Fernández Polanco, en su Formas
de mirar el arte actual, nos enumera las distintas formas de participación
de las que se sirve el artista. Ahora el receptor de su obra no es un sujeto
meramente pasivo, sino que el primero puede invitarlo a imaginar, a intervenir,
a leer…
La obra que hoy nos ocupa se denomina La percepción requiere participación y es fruto del trabajo del
artista plástico catalán Antoni Muntadas.
La parte material de su creación es bastante simple; en una marquesina,
a modo de anuncio publicitario, el mensaje, sobre un fondo rojo en letras blancas, de “Atención: la percepción requiere
participación”. Sin embargo, la idea que nos transmite es harto compleja.
Esta oración fue usada por el artista por primera vez en 1999 en
Rotterdam. En el soporte que utiliza, la palabra se hace fuerte. “Atención”
reza el encabezado del texto, captando y reclamando el compromiso que le debe
el espectador. El mensaje rechaza la pasividad habitual del individuo engullido
por la sociedad consumista actual que lo somete contantemente a múltiples
estímulos. Un ejemplo claro de esta inmunidad, es que nos hemos acostumbrado a
ver disparos a personas en televisión, a ver guerras, mutilaciones, llantos… y
todo esto, mientras almorzamos con nuestra familia.
Como hemos dicho al principio del
texto, antes el artista utilizaba su
obra para expresar sus sentimientos, sus maneras de ver las cosas, sus ideas…
incluso aunque no bebiese de experiencias o pensamientos propios. El brazo
ejecutor de la obra era su artífice, su esencia se plasmaba en él. No se
necesitaba apreciación externa. Sin embargo, el trabajo del catalán realmente
surge en el momento en el que se expone, en que su estructura queda indefensa
ante los viandantes que la observan. La mano del artista no importa, deja de
existir en el momento en el que la obra, situada en su tiempo y su lugar, cobra
entidad propia en relación con la mente del observador que, como individuo
inteligente en el que se desencadenan pensamientos a causa de la observación,
se convierte en participante activo del arte.
Barthes, en La muerte del autor,
nos dice que el lenguaje es un sistema y que al utilizarlo es él mismo el que
habla y no su autor, es decir, despersonaliza las obras. En mi opinión, es
demasiado arriesgado afirmar esto sin matizaciones, pues es un campo
desmedidamente pantanoso.
En primer lugar, al hablar del lenguaje debemos tener en cuenta que,
pese a ser un sistema externo, es el que articula nuestros pensamientos. Y esto
es así hasta tal punto que gracias a él, puesto que nos permite compartir
experiencias y conocimientos, somos la especie con mayor capacidad de
adaptación del planeta. Además, tener la facultad de expresar correctamente
nuestras emociones y sentimientos hace que seamos menos propensos a los actos
violentos y que tengamos una mayor estabilidad emocional.
Por otro lado, no es un sistema absoluto, es decir, posee lagunas,
ambigüedades, palabras con acepciones diversas, no es universal… Por lo que,
cuando alguien, artista o no, pretende formular una oración, puede que esta sea
susceptible de varias interpretaciones y es precisamente en este punto donde, a
mi parecer, se difumina la personalidad del autor.
Si el sujeto A escribe “me gusta el mar” y B y C lo leen; para B,
nadador profesional, le parecerá que a A le gusta bañarse en el mar, sin
embargo, C, habitante de un pueblo de la sierra cercano a la costa, creerá que
lo que le gusta a A es ver el mar. A ambos, la idea de que un individuo
comparta sus deleites les conforta. B y C han creado con su manera de pensar,
sus circunstancias y sus sentimientos dos mensajes nuevos y distintos, tan
verdaderos y válidos como el que A quiso expresar para sí, por tanto, en este
caso, A, B y C participarían activamente en la creación de una comunicación,
por lo que realmente nos sería inservible el concepto de autor, ya que cada uno
sería, por qué no decirlo, creador de su propia sensación.
No obstante, considero que la personalidad del creador se refleja, con
mayor o menor intensidad, en sus obras. Aunque admito que existe la posibilidad
de que me halle en un error, pues lo único que tengo para apoyar mi hipótesis
son meras conjeturas. Lo que es indudable es que antes de que una obra se
convierta en trazos, imágenes, sonidos… antes ha tenido que pasar por la mente
de su autor y la elaboración de una idea es algo muy complejo. Hay que tener en
cuenta que si el lenguaje, como ya he dicho, articula nuestros pensamientos,
probablemente también condicione de algún modo nuestra sinapsis neuronal, al
igual que los hábitos, la genética, la sociedad… , y si existen tales canales
que determinen el pensamiento, lo azaroso del tránsito de la idea por una mente
en concreto se reduce considerablemente. Por ello, considero que, aunque no
guste o no se quiera, existe una muy fuerte impronta del ser del autor en su
obra.
Muchas culturas antiguas consideraban que mientras alguien recordase el
nombre de una persona muerta, esta aún viviría y, en cierto modo, esto es así.
Hoy nos queda Fuenteovejuna, La escuela de Atenas, Las latas de sopa Campbell,
pero ¿sólo nos quedan ellas o también nos quedan, al menos en parte, Lope de
Vega, Rafael y Warhol? ¿Acaso no nos
quedan trocitos de su “alma”, de su manera de ver el mundo? Una persona,
durante una vida, puede ser muchas cosas y puede ser recordada por una
diversidad infinita de situaciones o hechos. Quizá con la muerte, la parte
animada del ser se desvanezca, ya no pertenezca a este mundo. Sin embargo, lo
que ese alma proyectó, puede permanecer. La figura del autor favorece este
fenómeno, nos hace valorar y aprender de la mente que en su día fue capaz de
alumbrar algo que trascendió de lo cotidiano, nos hace recordar a esa persona
y, efectivamente, de algún modo, premiarla con la inmortalidad.
Hoy, la esperanza de vida es de unos ochenta y cinco años
aproximadamente, se estudia durante unos veinte años, más o menos, y tenemos
tan a mano la tecnología y los materiales para crear que cabe preguntarse, como
hace Foucault, si todo lo que un hombre produce puede considerarse parte de su
obra. En el Museo Picasso de Málaga tienen en exposición permanente numerosos
bocetos del pintor. Algunos llegaron a ser cuadros y otros simplemente se
guardaron en un cajón ¿Cabe calificar todos estos borradores como legado
artístico del malagueño? En mi opinión, no. No niego que sean de interés para
los visitantes, pero desde luego no son capaces de transmitir ni una cuarta
parte de las emociones que provoca el Guernica y, por supuesto, sin las obras
acabadas, en sí mismos no aportan nada ni a la humanidad ni al mundo del arte.
Sin tener en cuenta las connotaciones que se le atribuyen a la obra si
la pertenece a tal o cual autor, es un hecho que el concepto de autor supone
una clasificación más. Distinguimos entre literatura, pintura, escultura,
música, danza, cine… , entre pop, rock, drama, poesía, comedia… pero, además,
entre Álex de la Iglesia, Hitchcock, Bécquer, Víctor García… ¿Es una
clasificación tan válida como las anteriores? Pues no sabría muy bien qué
responder a esta cuestión. Por un lado, es cierto que todo lo concerniente al
arte es inevitablemente subjetivo y existen líneas muy, muy difusas entre unas
y otras categorías. Para mí, Descubriendo
Nunca Jamás de Marc Forster es una película tristísima hasta el punto de
llorar, sin embargo, Los puentes de
Madison de Clint Eastwood no me
provocan ningún sentimiento.
Desde otro punto de vista, la clasificación por autoría solo nos
serviría cuando, elaborado ya todo el trabajo del artista, este pudiese
agruparse bajo su nombre. El problema es que esto presupondría un buena o mala
calidad de sus obras en función del total de ellas o incluso de la apreciación
que tengamos de la persona en cuestión. Bela Lugosi, el famoso actor de cine de
terror de los años 20, creo que en conjunto fue un gran artista. Ha pasado, sin
lugar a dudas a la historia del cine, la mayoría de sus actuaciones son
inigualables y veo muy complicado que pueda volver a existir un monstruo tan
creíble y tan real, pese a los incomparables efectos especiales de hoy. Sin
embargo, sus papeles con Ed Wood dejaron mucho que desear.
Por estos motivos, para disfrutar del arte o para dejarse llevar por él,
creo que la atribución a una u otra persona debilita nuestro juicio al
respecto. Al igual que un jurado en un proceso, sólo la imparcialidad dejará
actuar ese trocito de humanidad que nuestra percepción dispensa para contactar
con nuestra parte más sensitiva.
De todos modos, aunque borremos al sujeto particular que ha empuñado la
pluma o el pincel, ya sabemos que es muy complicado encontrar obras en las que
no existan referencias a la persona que las crea. Con esto me refiero, como
apunta Foucault, a pronombres, formas verbales, incluso a experiencias propias
o pensamientos que son narrados en primera persona. Esto no es propiedad
únicamente de la literatura ¿Acaso no es una referencia innegable a la
personalidad del autor, a su sentimiento como hombre, a su tacto, a sus
circunstancias, a su tiempo y a su ser, que Simonetta Vespucci fuera convertida
por Botticelli en una diosa en El
nacimiento de Venus o que Gala Éluard adquiriera la condición de Vigen en La Madonna de Port Lligat?
Volviendo a la obra de la que nos hemos ocupado en un primer momento, La percepción requiere participación, y
a la soberanía del espectador, he de decir que, tras haber reflexionado largo y
tendido sobre el tema, tras haber leído los textos ¿Qué es un autor?, La muerte
del autor y algunos otros, creo que la manera de pensar tanto de Foucault y
como de Barthes es un poco drástica. Pienso que, al igual que los lindes de las
clasificaciones artísticas, los del protagonismo en el arte del emisor y del
receptor también se encuentran un poco difuminados.
Socialmente no podemos desprendernos de la figura del autor, nos sirve de
referencia y, pese a que pueda limitar en algo la percepción libre de las
emociones artísticas, como diría Kant, aunque la paloma sienta la resistencia
del aire al volar, sin él no podría hacerlo. Al autor le debemos reconocimiento
por su obra y por su vida, el arte nos enriquece a todos y puede que incluso
ciertas connotaciones asociadas a su figura nos ayuden a entender mejor el
resultado de su trabajo.
No obstante, desde el punto de vista interno del arte, quizás sí haya de
apartarse un poco el concepto de autor en pos del receptor, ya que, que una
creación sea capaz de producir interpretaciones distintas, de aflorar
sentimientos, emociones…. a personas totalmente diferentes dará lugar al
fenómeno que hará trascendente dicha obra. En otras palabras, que el arte sea
capaz de que otros autores creen a partir de la obra primigenia, que una obra
no sea plana y que pueda existir por sí misma y con entidad propia
independientemente del ser humano que la ha dado forma, la dota de un valor
incalculable.
En síntesis, la balanza del protagonismo entre el autor y el espectador
me temo que jamás se desequilibrará del todo, pues ambos sujetos se necesitan,
se nutren y se hayan conectados irremediablemente a través de la obra.
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