Guarromán es un municipio de unos tres mil habitantes situado al norte
de la provincia de Jaén. Su principal actividad económica es la agricultura, es
de tradición cristiana y se halla en un territorio en el que, a lo largo de la historia, se han sucedido
numerosas culturas, ya que se ha constatado la presencia de seres humanos en la
región desde la Edad de Cobre.
Tras el equinoccio de primavera, en el domingo del primer plenilunio,
los guarromanenses suelen ir al paraje llamado “Piedra rodadera” a comer, entre
otras cosas variables, huevos duros pintados. A esta festividad se le denomina
Domingo de Pintahuevos y coincide con el
Domingo de Resurrección cristiano. Sin embargo, dicha tradición, en otros
lugares, algunos de ellos cercanos como la mayor parte de Andalucía, no suele
ir hermanada con la celebración cristiana.
Ante la cuestión de por qué cada año se reúnen en la misma fecha para
repetir el nombrado ritual, todos sus
habitantes coinciden en que es una tradición heredada de sus ascendientes, y
que se encuentra en relación con la procedencia centroeuropea de los colonos
que se asentaron en la zona durante el reinado de Carlos III.
Lo cierto es que, pese a ser una provincia del interior de Andalucía,
son comunes los ojos y la piel clara y, sobre todo en los niños pequeños, el
pelo rubio, y que no es una región ni de constante
actividad turística; ni en la que suelan realizarse intercambios comerciales de
rango internacional; ni tampoco que posea una industria que pueda ser foco de
migración, al menos en la actualidad. Es más, los pocos extranjeros que podemos
encontrar por allí son en su mayoría personas de raza negra o magrebíes que
buscan trabajo en la temporada de la aceituna y, entre los autóctonos, podemos
destacar una pequeña comunidad gitana. Por este motivo, no me parece
descabellado que la dirección a la que apuntan sus nativos sea la correcta.
En la parte superior de una casa antigua, situada en una aldea dentro
del término municipal, es posible verse, esculpido en una roca enorme, el
número 1767. Investigando, me topé con
que ese es el año en que se promulgó el Fuero de las Nuevas Poblaciones que
recogía el proyecto colonizador que consistía en habitar las zonas que
revestían el Camino Real que se hallaban despobladas y del que resultó,
casualmente, la fundación de esta localidad. Además, el lugar en el que me
encontraba ostentaba el nombre de “Aldea de los Ríos”, denominación coincidente
con el apellido de la señora del superintendente Pablo de Olavide y Jáuregui,
director del plan de repoblación. En un primer momento se pensó en utilizar
ciudadanos alemanes católicos, sin embargo, Europa central se encontraba
bastante deprimida, por lo que también engrosaron las listas del proyecto,
suizos y franceses.
De los documentos de la época que nos hablan sobre este asunto se
desprende que la zona debía estar prácticamente desértica, porque es a esa
falta de habitantes en esos tramos que comunicaban con la capital a la que
imputan la proliferación de bandidos en dicho territorio. Asimismo, su solución
al problema es la colonización. Por este motivo, aunque pudiesen existir
algunos naturales en esa provincia que pasó a llamarse Nuevas Poblaciones, el
groso de la de la población era centroeuropea.
Según las matriculas parroquiales custodiadas en el archivo de la
Catedral de Jaén, en el 1780, un 57,76% de los habitantes de Guarromán eran de
procedencia extranjera. Un porcentaje bastante alto si tenemos en cuenta que
durante los primeros años murieron una gran cantidad de colonos debido a las
epidemias y que no entran dentro de él los inmigrantes de otras partes del
reino.
Otro dato que me hace pensar que efectivamente llevan razón es que,
tanto en los pueblos de los alrededores, como en otros de Córdoba y Sevilla
insertos en su momento en el mismo proyecto de colonización que Guarromán, también
se celebran fiestas muy similares. Todos ellos se reúnen en la misma fecha y
realizan ese mismo ritual de comer huevos duros pintados. Aunque, eso sí, no
todos utilizan el mismo nombre para designarla. De este modo, en Cañada del Rosal se le
denomina “Los huevos teñidos”, “chocahuevos” o “cuca” en Aldeaquemada,
“rulahuevos” en Santa Elena o “domingo de los huevos pintaos” en la Aldea de
Montizón.
El huevo ha sido utilizado en una infinidad de rituales por numerosas
culturas. Se piensa que el origen de la tradición de comer huevos al finalizar
el invierno reside en que, al desaparecer las bajas temperaturas, las aves
volvían y con ellas sus nidos y un mayor desahogo al buscar alimento. Los chinos consideraban que el primer hombre
había descendido en un huevo que llegó del cielo y cayó sobre las aguas; los
fenicios pensaban que la noche había engendrado un huevo que dio origen al
género humano; Helena de Troya nació de un huevo que fecundó Zeus convertido en
cisne y, más cercano a nosotros, las matronas de la antigua Roma llevaban
cestas de huevos al santuario de la diosa Ceres en la misma fecha en la que hoy
se celebra el domingo de Resurrección.
El cristianismo nació, inundó Europa y
mediante el Edicto de Tesalónica se convirtió en la religión oficial del
imperio. Mucho tiempo después, en la
vieja Alsacia (en aquel momento, provincia alemana, aunque actualmente
francesa) se contaba que San Pedro, cuando fue a visitar la tumba de
Jesucristo, se encontró con María Magdalena
y esta, exaltada, le dijo que su maestro había resucitado. Sin embargo,
él no la creyó y dijo: “Creeré que eso es cierto cuando las gallinas pongan
huevos de color rojo”. Entonces, la mujer abrió el delantal que llevaba
recogido entre las manos y le mostró una docena de huevos color escarlata que
acababa de recoger de su gallinero. Esta historia no se encuentra recogida en
ninguno de los Evangelios, es, simplemente, una añadidura folclórica o popular
que intenta justificar la tradición.
Además, durante los cuarenta días de Cuaresma, por lo visto, no podía
comerse huevo, por lo que, al finalizar esta el Viernes Santo, las familias
debían terminar con los excedentes antes de que estos se estropeasen y se
perdieran.
Hoy, en el lugar de procedencia de aquellos jienenses de ojos azules,
siguen cociendo y pintando huevos cada
Semana Santa, aparte de haber añadido un aliciente más a la tradición; el
chocolate, que por desgracia no pudieron traer a España en aquel momento sus
hermanos del s.XVIII.
La evolución más espectacular de esta tradición la encontramos en los
famosos huevos de Fabergé, auténticas obras de arte rusas que nacieron de los
suntuosos detalles del zar Alejandro III a su esposa, la emperatriz María
Fyodorevna. En este caso, ya no es el alimento en sí sobre el que recae la
costumbre, sino sobre su simbolismo. Como sabéis, estas famosas joyas poseen la
forma esférica y ligeramente alargada por los extremos característica de los
huevos, pero, en su interior, contienen un pequeño obsequio. Lo común es que se
encuentren adornados, tanto por dentro como por fuera, con piedras preciosas y
semipreciosas, oro, plata, cristal y todo aquello que el artista precise para
dar a luz a su obra.
En
conclusión, casi veinticinco generaciones nos separan hoy de aquel proyecto
ilustrado, de aquellos hombres que abandonaron su morada en tierras más frías y decidieron
emprender una nueva vida en un lugar desconocido. Hoy, sus hijos, nietos,
bisnietos… ya forman parte de esa nueva tierra y sus tataranietos no conocen el
calor de otro hogar. Sin embargo, cada
año, y en la misma fecha que sus parientes, realizan el mismo ritual honrando
de algún modo a sus ancestros y a su cultura.
Bibliografía: cronistadeguarroman.blogspot.com
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