martes, 4 de febrero de 2014

RAÍCES DE LOS HUEVOS DE PASCUA EN ANDALUCÍA

   Guarromán es un municipio de unos tres mil habitantes situado al norte de la provincia de Jaén. Su principal actividad económica es la agricultura, es de tradición cristiana y se halla en un territorio en el que,  a lo largo de la historia, se han sucedido numerosas culturas, ya que se ha constatado la presencia de seres humanos en la región desde la Edad de Cobre.

   Tras el equinoccio de primavera, en el domingo del primer plenilunio, los guarromanenses suelen ir al paraje llamado “Piedra rodadera” a comer, entre otras cosas variables, huevos duros pintados. A esta festividad se le denomina Domingo de Pintahuevos  y coincide con el Domingo de Resurrección cristiano. Sin embargo, dicha tradición, en otros lugares, algunos de ellos cercanos como la mayor parte de Andalucía, no suele ir hermanada con la celebración cristiana.

   Ante la cuestión de por qué cada año se reúnen en la misma fecha para repetir el nombrado ritual, todos  sus habitantes coinciden en que es una tradición heredada de sus ascendientes, y que se encuentra en relación con la procedencia centroeuropea de los colonos que se asentaron en la zona durante el reinado de Carlos III.


   Lo cierto es que, pese a ser una provincia del interior de Andalucía, son comunes los ojos y la piel clara y, sobre todo en los niños pequeños, el pelo rubio, y que no es una región ni de constante actividad turística; ni en la que suelan realizarse intercambios comerciales de rango internacional; ni tampoco que posea una industria que pueda ser foco de migración, al menos en la actualidad. Es más, los pocos extranjeros que podemos encontrar por allí son en su mayoría personas de raza negra o magrebíes que buscan trabajo en la temporada de la aceituna y, entre los autóctonos, podemos destacar una pequeña comunidad gitana. Por este motivo, no me parece descabellado que la dirección a la que apuntan sus nativos sea la correcta.

   En la parte superior de una casa antigua, situada en una aldea dentro del término municipal, es posible verse, esculpido en una roca enorme, el número 1767.  Investigando, me topé con que ese es el año en que se promulgó el Fuero de las Nuevas Poblaciones que recogía el proyecto colonizador que consistía en habitar las zonas que revestían el Camino Real que se hallaban despobladas y del que resultó, casualmente, la fundación de esta localidad. Además, el lugar en el que me encontraba ostentaba el nombre de “Aldea de los Ríos”, denominación coincidente con el apellido de la señora del superintendente Pablo de Olavide y Jáuregui, director del plan de repoblación. En un primer momento se pensó en utilizar ciudadanos alemanes católicos, sin embargo, Europa central se encontraba bastante deprimida, por lo que también engrosaron las listas del proyecto, suizos y franceses.

   De los documentos de la época que nos hablan sobre este asunto se desprende que la zona debía estar prácticamente desértica, porque es a esa falta de habitantes en esos tramos que comunicaban con la capital a la que imputan la proliferación de bandidos en dicho territorio. Asimismo, su solución al problema es la colonización. Por este motivo, aunque pudiesen existir algunos naturales en esa provincia que pasó a llamarse Nuevas Poblaciones, el groso de la de la población era centroeuropea.

   Según las matriculas parroquiales custodiadas en el archivo de la Catedral de Jaén, en el 1780, un 57,76% de los habitantes de Guarromán eran de procedencia extranjera. Un porcentaje bastante alto si tenemos en cuenta que durante los primeros años murieron una gran cantidad de colonos debido a las epidemias y que no entran dentro de él los inmigrantes de otras partes del reino.

   Otro dato que me hace pensar que efectivamente llevan razón es que, tanto en los pueblos de los alrededores, como en otros de Córdoba y Sevilla insertos en su momento en el mismo proyecto de colonización que Guarromán, también se celebran fiestas muy similares. Todos ellos se reúnen en la misma fecha y realizan ese mismo ritual de comer huevos duros pintados. Aunque, eso sí, no todos utilizan el mismo nombre para designarla.  De este modo, en Cañada del Rosal se le denomina “Los huevos teñidos”, “chocahuevos” o “cuca” en Aldeaquemada, “rulahuevos” en Santa Elena o “domingo de los huevos pintaos” en la Aldea de Montizón.

   El huevo ha sido utilizado en una infinidad de rituales por numerosas culturas. Se piensa que el origen de la tradición de comer huevos al finalizar el invierno reside en que, al desaparecer las bajas temperaturas, las aves volvían y con ellas sus nidos y un mayor desahogo al buscar alimento.  Los chinos consideraban que el primer hombre había descendido en un huevo que llegó del cielo y cayó sobre las aguas; los fenicios pensaban que la noche había engendrado un huevo que dio origen al género humano; Helena de Troya nació de un huevo que fecundó Zeus convertido en cisne y, más cercano a nosotros, las matronas de la antigua Roma llevaban cestas de huevos al santuario de la diosa Ceres en la misma fecha en la que hoy se celebra el domingo de Resurrección.

      El cristianismo nació, inundó Europa y mediante el Edicto de Tesalónica se convirtió en la religión oficial del imperio. Mucho tiempo después,  en la vieja Alsacia (en aquel momento, provincia alemana, aunque actualmente francesa) se contaba que San Pedro, cuando fue a visitar la tumba de Jesucristo, se encontró con María Magdalena  y esta, exaltada, le dijo que su maestro había resucitado. Sin embargo, él no la creyó y dijo: “Creeré que eso es cierto cuando las gallinas pongan huevos de color rojo”. Entonces, la mujer abrió el delantal que llevaba recogido entre las manos y le mostró una docena de huevos color escarlata que acababa de recoger de su gallinero. Esta historia no se encuentra recogida en ninguno de los Evangelios, es, simplemente, una añadidura folclórica o popular que intenta justificar la tradición.

   Además, durante los cuarenta días de Cuaresma, por lo visto, no podía comerse huevo, por lo que, al finalizar esta el Viernes Santo, las familias debían terminar con los excedentes antes de que estos se estropeasen y se perdieran.

   Hoy, en el lugar de procedencia de aquellos jienenses de ojos azules, siguen cociendo  y pintando huevos cada Semana Santa, aparte de haber añadido un aliciente más a la tradición; el chocolate, que por desgracia no pudieron traer a España en aquel momento sus hermanos del s.XVIII.

   La evolución más espectacular de esta tradición la encontramos en los famosos huevos de Fabergé, auténticas obras de arte rusas que nacieron de los suntuosos detalles del zar Alejandro III a su esposa, la emperatriz María Fyodorevna. En este caso, ya no es el alimento en sí sobre el que recae la costumbre, sino sobre su simbolismo. Como sabéis, estas famosas joyas poseen la forma esférica y ligeramente alargada por los extremos característica de los huevos, pero, en su interior, contienen un pequeño obsequio. Lo común es que se encuentren adornados, tanto por dentro como por fuera, con piedras preciosas y semipreciosas, oro, plata, cristal y todo aquello que el artista precise para dar a luz a su obra.


    En conclusión, casi veinticinco generaciones nos separan hoy de aquel proyecto ilustrado, de aquellos hombres que abandonaron  su morada en tierras más frías y decidieron emprender una nueva vida en un lugar desconocido. Hoy, sus hijos, nietos, bisnietos… ya forman parte de esa nueva tierra y sus tataranietos no conocen el calor de otro hogar. Sin  embargo, cada año, y en la misma fecha que sus parientes, realizan el mismo ritual honrando de algún modo a sus ancestros y a su cultura.

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